El dolor de estómago era cada vez más insoportable. Se había tomado una pastilla pero no pasaba. Los retortijones casi la hacían llorar, pero no podía desistir. Debía evitar a toda costa, visitar ese lúgubre lugar al que todos le temían, y ella no era la excepción. Debía evitar ir al hospital.
Se había levantado aquella mañana con todos los ánimos del mundo. Ese día, como todos, debía ir al trabajo y realizar su rutina diaria, que algunas veces la aburría, y otros la mantenía activa y feliz de lo que realizaba.
No le gustaba leer mucho, pero ese era su trabajo. Leer los diarios capitalinos todas las mañanas, después de todo no era tan malo. De rato en rato, y sin que su jefa se diera cuenta, se daba tiempo incluso de leer las tiras cómicas de El Comercio o el Chistojo del día.
Lo que más le divertía era la sección de espectáculos del Trome, el único diario chicha que llegaba hasta su escritorio. Los titulares le parecían lo más desatinados pero eso los hacía graciosos. Si se enteraban sus profes de la universidad, recibiría una reprimenda.
Lo que más anhelaba era conseguir trabajo en un diario. La idea de salir a perseguir congresistas, ministros o al presidente le fascinaba. Lo había hecho antes, pero no la dejaban salir. Y por eso se aburrió y se fue.
Pero ese día, se había levantado con un terrible dolor de estómago. Era difícil pensar en lo gracioso del día o en el anhelo de ser periodista a tiempo completo, si tenía esa punzada en la panza.
Su mamá le había servido un mate de muña, excelente para bajar los dolores por indigestión, pero ni su mamá y sus hierbas milagrosas esta vez la pudieron ayudar.
Pollo al horno con unas papitas doradas fueron su gran almuerzo. Sólo para esa hora milagrosa del día en la que todas las penas se ahogan en un gran plato de comida, se le olvidó el dolor que sentía. Es que la comida chatarra y las frituras eran su pasión, y hasta ahora había tenido suerte de estar tan gorda como el barril del "Chavo del Ocho".
Aún así, terminando esa hora gloriosa, el dolor volvió, y esta vez acompañado de un asco terrible. ¿Es que estoy embarazada?, se preguntó la niña virgen, ¿del Espíritu Santo tal vez?, jaja rió en su mente, pero su dolor no la dejó mostrar sus dientes por la gracia pensada.
Y entonces, no aguantó más y lo que había evitado todo el día, se convirtió en su tabla de slavación. ¿Aló?¡Mamá! ¡ya no aguanto más! ¿Puedes venir por mí para ir a la clínica? Sí. Lo había dicho. Y le había salido del alma. Iba a ir al doctor. Al abominable hombre de blanco. A ese que tantas veces le había mandado a que le hagan análisis sin necesitarlo. A ese que tanto detestaba por todas las pastillas que le habían mandado tomar. A ese que tanto detestaba, porque un buen día de su niñez le inyectó una mezcla fatal y casi la había mandado a la otra. Sí. A ese iba a ir a ver.
Su mamá llegó lo más rápido que pudo y la llevó a la clínica San Judas Tadeo, que quedaba cerca de donde se encontraba la moribunda. Al entrar por emergencia, lo primero que vio fue un hombre inmenso de chaqueta blanca acercársele con intenciones malévolas.
Le tomaron los datos, la sentaron en la camilla, y súbitamente el dolor desapareció. Se esfumó, ya no estaba, se fue a otra barriga a fastidiar. Se sintió sana, pero aún así, para que su mamá no quedara mal, fingió seguir con el bendito dolor (porque no se debe maldecir).
El médico de guardia le dijo que no era nada de cuidado, que debía ir al otro matasanos, al gastroenterólogo, para que la examinara mejor. ¿Otro más? ¿Qué no podía hacerlo él no más, que tenía que enviar sus huesitos para que los devore otro caníbal?
Antes que pudiera decir algo, ya estaba con la secretaria haciendo la transferencia a un consultorio. Era extraña la amabilidad de esa señorita. Por lo general nadie lo era, sobre todo cuando se trataba de las ayudantes de los matasanos, personas sin piedad y sin escrúpulos que te dan piedritas de remedio y creen que eso te cura.
La espera fue otro martirio. Detestaba esa espera más que nada en el mundo. Había esperado feliz el estreno de una película, pero no quería esperar por algo que no le gustaba. Pero tuvo que hacerlo, estaba allí con ella su mamá.
Su turno llegó y entró por fin a la cueva del oso. Ese espacio con escritorio y camilla y cientos de papeles y pastillas. Ese lugar que se le hacía tan familiar, pues lo había visitado muy seguido desde que tenía uso de razón. Valor, se dijo para sí, y avanzó con resolución.
Felizmente no le dijo "desnúdate", porque le hubiera pegado una trompada. Simplemente le pasó el estetoscopio por el estómago y le preguntó cuáles eran sus hábitos alimenticios. Fue como si le preguntaran si era virgen. Su comida era sagrada, pero tuvo que confesar su adicción por las papas fritas y el pollo broaster, y toda esa comida que no es saludable.
La respuesta del doctor ante eso fue contundente. "Lo que tienes es principio de gastritis y si no te cuidas y dejas de comer comida chatarra, te vas a poner peor". Fue una estocada en medio del corazón. ¿Dejar de comer su salchipapa de todos los días y su KFC de los sábados? Ese doctor definitivamente estaba loco.
Pero no se trataba de ninguna broma. Una lista con la dieta estricta que debía seguir y 4 docenas de pastillas completaron la visita a aquella jungla blanca. Salió cabizbaja, meditabunda y triste. Entendía la razón por la que no le gustaba ir al doctor.
Llegando a casa una magra sopa completó el día del dolor de estómago. Se juró que no volvería a pisar una clínica y mucho menos, si es que se trataba de comida. Es que ella prefería comer y morir comiendo, a sufrir de hambre un día de estos. "Gordita, pero feliz".