lunes, julio 25, 2005

DÍAS COMUNES EN EL TRÁFICO LIMEÑO


¡Noooo!¡No puede ser!¡Cómo han podido robarme!¿En qué momento? Exclama una jovencita revisando su cartera inquieta porque no encuentra ni su billetera ni su celular. El resto de los pasajeros del autobús simplemente la miran, poco extrañados, pues es algo que ocurre todos los días en el transporte limeño.

Todos los días salgo de mi casa muy temprano. Mi horario de trabajo me obliga a levantarme casi de madrugada y pugnar con otros cientos de limeños por alcanzar un asiento en una de las tantas combis que salen desde el paradero San Felipe hacia distintos distritos de Lima.

El día viernes salí de casa especialmente cansada. Recuerdo que incluso traté de dormir 5 minutos más. Me había quedado despierta hasta muy tarde haciendo una tarea para la universidad. Me bañé y cambié lo más rápido que pude y salí a las 7.30, como todos los días.
Pero ese día fue realmente extraño. A parte de que mientras caminaba sentía los pies como plomo, era el primer día de frío del otoño, y había más gente de lo habitual en el paradero. Los carros pasaban reventando de gente y aún así, no alcanzaban para la cantidad de peatones que esperaban llegar a sus destinos.

Después de casi diez minutos de espera, de correr tras unos ocho carros, todos sin éxito, por fin pude ver que el paradero se iba quedando vacío, y fue para ese momento que también pasó la combi de la empresa que me llevaba a mi destino.

Verde, ámbar, rojo. El carro paró en seco. El carro tenía casi todos los asientos ocupados, así que cuando subí tuve que sentarme en el que estaba detrás del chofer, justo delante de la puerta.

Renegaba un poco porque cuando la gente pasaba me empujaba o me topaba con sus mochilas. El carro avanzaba lentamente, y temía llegar tarde a mi centro de trabajo. Mientras el vehículo avanzaba, veía más gente en los paraderos, y otros carros que pasaban a gran velocidad por la avenida.

Traté de sacar un libro. La posición en la que estaba sentada me lo impidió. El viaje se hacía cada vez más incómodo. Una chica de pelo largo y rubio teñido, que vestía una blusa blanca y jeans desteñidos, se paró justo detrás de mi asiento. Llevaba una cartera rosada que chocaba con mi cabeza y me incomodaba aún más.

El chofer puso una radio de música romántica. Entonces comencé a recordar que me había levantado con mucho sueño. El vaivén de la combi, los sonidos de la ciudad, la incomodidad en la que me encontraba, comenzaron a adormecerme. Hasta que me quedé dormida sobre mi gran mochila.

Me despertó un repentino golpe en la cabeza. La joven que se había parado detrás de mí revoloteaba en su cartera sin darse cuenta que me estaba golpeando con ella. Parecía que su corazón latía a mil por hora pues sus ojos estaban muy abiertos y sus facciones estaban muy tensas.

¡Noooo!¡No puede ser!¡Cómo han podido robarme!¿En qué momento? Exclamó con fuerza. La señora que estaba a su costado le dijo que había un hombre que se había parado tras ella, junto a la puerta, y que la estaba empujando. ¡Ese hombre fue!, dijo la chica del cabello rubio teñido, en un tono de desesperación que terminó que sacarme de mi adormecimiento.

Entonces, las 10 personas que estaban alrededor de la joven comenzaron a opinar sobre lo ocurrido. Que cómo está el mundo, que cómo es posible que el cobrador no se haya dado cuenta, que si habían visto porqué no habían avisado, en fin, después de lo ocurrido, siempre viene el cuchicheo de vieja chismosa, y la chica se quedó sin billetera y sin celular en las narices de todos.

Se bajó 10 minutos después. Le casi rogó al cobrador que le perdone el no poder pagarle el pasaje porque le habían robado lo poco que traía en la cartera. El cobrador, buena gente, la dejó bajar. El carro se alejó dejando a la muchacha en el paradero en el que bajó, sin billetera y sin celular. Yo me preguntaba cómo iba a irse a casa, ojalá que tenga familiares cerca de dónde se bajó o por lo menos que trabaje por allí.

Yo abracé mi mochila con fuerza y seguí mi camino. Aún faltaba media hora más de viaje y ya no tenía más sueño. Conforme avanzaba la combi hacia Pueblo Libre, que era mi destno final, el día se iba aclarando. El sol salió nuevamente y todo volvió a lo acostumbrado.

Los pasajeros seguían bajando y subiendo del vehículo y las diez personas que comentaron sobre el robo, volvieron a sus asuntos personales y no se volvieron a dirigir la palabra. Fue otro día común en una combi limeña.

viernes, julio 15, 2005

Un ángel más para Dios


Es triste cuando un adulto muere, sea quien fuere, sientes que un alma se fue. Pero es mucho más triste cuando un pequeño se va.

Cuando un almita tan frágil y pequeña se apaga sientes el fin del mundo. Todo el universo se refleje en los niños, quienes traen el equilibrio a este mundo sin conocer su verdadero destino. Nacen y llenan de alegría a los suyos y a los otros también.

Ver a una madre sufrir por un bebé perdido es muy triste. Más triste pensar que no lo viste crecer, que no compartiste con él todos los planes que habías hecho para ese pedacito de tu alma que sale de ti. Ese hombre en miniatura que llegaba para traerte más que preocupaciones. Te traía con él una vida renovada, nuevos sueños, nuevas ilusiones, un soplo de vida nueva.

Es que los niños son los más parecidos a Dios. Sus ojos, sus labios, sus manitas, su frágil cuerpecito, todo lo tienen como él. Son los ángeles que muchos creen que no existen, y que sin embargo cuando uno los ve, están ahí en la mirada, en la risa, en el llanto de un niño.

Este es un intento por despedir a un pequeño trozo de la vida de mi amiga Vanessa. La noticia dejó a todos los que la conocemos muy tristes. Por lo que valía ese niño, por lo que significaba para ella. Lo sentimos mucho, querida Vanessa, Dios quería un angelito más para su coro celestial. Él vivirá siempre en tu corazón.

Mi más sentido pésame.

lunes, julio 11, 2005

UNA VISITA: LA CASA DEL PROFESOR MANUEL JESUS ORBEGOZO


¡Sorprendente!, decía la vocecita de su mente, mientras que sus ojos recorrían ávidamente los objetos del estante, tratando que cada detalle se quede grabado en su mente. Repasaba los títulos como gran conocedora y buscaba entre las cientos de fotos del escritorio la que más le atraía. Estaba en la casa de Manuel Jesús Orbegozo, su profesor.

A pesar de no conocer mucho el lugar, se bajó a tientas de la combi frente a la Gran Unidad Escolar "Juana Alarco de Dammert". En la dirección decía que la casa quedaba entre las cuadras 33 y 34, así que se sintió un poco perdida al darse cuenta que había bajado en la cuadra 22.

A pesar de ese pequeño primer percance, los ánimos por conocer aquél lugar del que tanto le habían hablado sus compañeros egresados y profesores de la universidad, seguían vivos y más que nunca.

Llegó a la primera esquina, sacó su cuaderno y miró el pequeño croquis que el profesor les había dibujado en la pizarra la clase anterior. Seguía pensando, intrigada, en porqué cuando hablaban de la casa de Manuel Jesús Orbegozo, tenían que relacionarla con la historia del mundo. Más tarde, lo comprendería perfectamente.

Caminó una cuadra, y otra más. La calle estaba desierta y algo oscura. Un escalofrío recorrió su cuerpo y llegó hasta sus pies que parecían de plomo al avanzar. Se sentía emocionada, no lo podía dudar, y sin embargo esa emoción hacía que se ponga nerviosa, pero no sabía la razón.

Llegó al número indicado en su cuaderno, y encontró la puerta de la casa abierta. Temerosa, tocó la puerta de todas maneras, para no pasar por conchuda y dos rostros se voltearon hacia ella desde dentro del lugar.

El rostro amable y sonriente de su profesor la recibió cálidamente. ¡Adelante!, le dijo y ella avanzó hacia las escalinatas que la llevaban a la sala con chimenea de la casa. Había pocas personas aún, y eso que era tarde, pues la clase debía haber comenzado casi media hora antes de su llegada.

El profesor le ofreció el sillón en el que había estado sentado, y él fue en busca de una silla. Lo que más la sorprendió fueron los muchos adornitos que tenía sobre la chimenea. Varias decenas de "lechucitas" le dieron la bienvenida desde donde se encontraban y le comenzaron a mostrar porqué esa visita le iba a gustar.

Cuando el profesor volvió a sentarse, y a pararse, y a sentarse nuevamente por la repentina llegada de varios alumnos, ella se dedicaba a observar con detenimiento cada rincón.

Las lámparas, los jarrones, los floreros, el reloj de mesa, todo estaba perfectamente bien colocado y le daba mucha vida a la casa, y la colección de lechucitas de la sala, que no sería casi nada comparada con la de la salita de la televisión, le daba un calor de hogar especial.

Para las ocho de la noche, ya habían llegado casi todos los alumnos, el profesor Orbegozo ya nos había contado de sus primeras aventuras, y la vista de ella ya había escudriñado en toda la sala, cuando llegó el momento de ver más. Así comenzó el gran recorrido por la historia.

Él se puso de pie y los guió hacia el rincón de sus memorias. Su oficina estaba ubicada en un desnivel de la sala, subiendo unas escaleritas. La primera impresión fue haber entrado a una sala extraviada de la Biblioteca Nacional. Pero luego, todo resalta por sí mismo.

Los libros, los recuerdos, las fotos y los premios buscan que poses tu atención en ellos y eso fue lo que pasó. Primero, los libros. Cientos de ellos y de todos los autores posibles. Muchos de ellos autografiados. ¡Cuánto hubiera dado por tener uno de ellos!, decía la vocecita de su mente, sobre todo el de Neruda, pensó nuevamente, le encantaban sus poemas.

En medio de todos los libros, resalta un espacio del librero que no los tiene. Pero contienen por ellos mismos más historia que los propios libros. Un pedacito de muro de Berlín, unas granadas y balas de diferentes guerras, adornos de culturas asiáticas y africanas, todo cuidado meticulosamente y que pasó por las manos de todos los alumnos curiosos de conocer más de todo lo que sólo habían estudiado en Historia Universal en el colegio.

Un estante de fotografías en slides fue la siguiente parada de su vista. Cientas de ellas, por no decir miles, ya que no estaban todas allí, el profesor trajo más de otro estante. ¡Sorprendente!, dijo la vocecita de su mente. Todo era realmente sorprendente.

Las paredes estaban revestidas de todos los premios que había recibido aquél hombre en toda su carrera periodística, que cuenta ya varias decenas. Reconocimientos del Estado y de privados, y todos los reconocimientos de los cientos de periodistas que formó en su también larga trayectoria como profesor sanmarquino.

Sus carnés bajo un vidrio, todos sus últimos scripts, y las cucharas de los aviones recolectadas de todos los viajes que había realizado decoraban su escritorio, mudo testigo de tantas crónicas y escritos que han dado la vuelta al mundo, junto a él.

Algunos revisaban entre las fotos, otros entre los libros. Ella decidió salir a dar una vuelta por la casa. Entró a la salita de la televisión y cientos de lechucitas voltearon a saludarla, buscando resaltar para que las tome y las halague. En todas sus formas, ellas sonriendo se hacían notar. Ella les guiñó el ojo a todas y volvió a buscar al resto de sus compañeros.

El último recuerdo que el profesor les enseñó fue un rosario. Pero ¿qué tenía de especial para no tenerlo junto con el resto de sus recuerdos en su escritorio? Ese rosario había pertenecido a la Madre Teresa de Calcuta y le había salvado la vida en una oportunidad, y lo seguía protegiendo desde la cabecera de su cama todas las noches, porque faltan muchas promociones de San Marcos, su universidad, a las que debe enseñar.

Finalmente, y para que se fuera alguien con un recuerdo mayor, sorteó entre las chicas, y con la envidia de los chicos, un pequeño afiche del concurso de crónica periodística que lleva su nombre, y que llevaba su firma.

Puso un número en el afiche y dobló nueve papelitos con los números del uno al nueve para el pequeño gran sorteo. Los puso en una copa, y los repartió.

"El número es cinco", dijo el profesor. "Yo lo tengo", dijo temerosa la joven a la que las lechuzas habían saludado tan afectuosamente. El profesor se acercó y le entregó su premio, firmadito por él claro está y ella se sintió la más afortunada. "Llegarás a ser como él", volvió a interrumpir la vocecita de su cabeza, "todo depende de ti".

viernes, julio 08, 2005

Yo... por una vez!

Queridos lectores... ay! qué formal!

Amigos... estoy contenta de haber publicado 5 de mis crónicas. Y estoy mucho más contenta de saber que alguien me lee y que le gusta lo que escribo... o por lo menos que no cierran la page y salen espantados... debería tener un contador de visitas, pero no lo creo necesario... suficiente con saber que ustedes están aquí y que puedo compartir con ustedes lo mejor que sé hacer: escribir...

Siempre he creído que escribir es la mejor forma de comunicarse... sin roches, ni paltas ni sin temor a que te enteres si lo que dices es bien o mal recibidos... claro que hay gente hincha a la que le gusta responderte, ja! pero así es el mundo, qué se hace.

Gracias por compartir conmigo estas crónicas, que de una u otra forma son parte de mi vida, así que mediante ellas van a conocer un poquito más de esta simple joven que lo único que quiere es llegar a ser una gran periodista siempre con la verdad por delante...!!!

Mil besos a mis lectores y sigan disfrutando de estas Crónicas Griss...es.

Y ya saben: tomatazos y laureles siempre serán bien recibidos...

MI PASADO Y MI ANHELADO FUTURO


Me recibió con una pierna en alto, sentada en su sillón de siempre, donde recordaba haberla dejado hace más de 8 años. La vi igual, a pesar de que por su rostro se asomaban ya las arrugas propias de su edad. Y, sin embargo, el carácter no cambió nada. Era la misma Yola.

Los recuerdos de la niñez empezaron a fluir lentamente en mi cabeza. Cuando la conocí, era la animadora infantil que más tiempo había permanecido en las pantallas de la televisión peruana, y la más querida por los niños peruanos de varias generaciones. Hoy, bastante tiempo después de aquel día en el que con una sonrisa en los labios me dijo "eres parte del elenco", la volví a ver.

La puerta de madera se abrió lentamente a los cinco minutos de mi arribo. Ella no es precisamente la mujer más puntual, y como no había anunciado mi visita con la anticipación debida, la espera fue bastante larga.
Recordé entonces aquella vez, cuando contaba sólo 4 años y le tenía un pánico terrible. No me gustaba quedarme a esperarla y cada vez que salía le gritaba con desesperación a mi mamá que nos fuéramos del ensayo.
"Grissel", dijo con voz tierna Ivan, el asistente de la diva infantil. "Ven conmigo, vamos a dar una vuelta". Lo tomó de la mano y comenzó a caminar junto con él. No sabía dónde la llevaba, pero él era muy bueno y sólo le estaba hablando de lo bonito que bailaba. Estaba tan entretenida con la conversación que no se dio cuenta en qué momento había entrado a la sala. Estaba frente a la mismísima Yola.

¡Grissel! El sentir que me llamaban me sacó del ensimismamiento. Era un asistente de Yola que había trabajado con ella toda su vida. ¡Miguel!, respondí con mucha euforia y nos abrazamos muy fuerte.

Estaba más gordo que nunca, pero los años no lo habían cambiado. Seguía con esa misma risa escandalosa que me despertaba en las grabaciones cuando estaba muy cansada y me dormía en las piernas de mi mamá.

¡Ahí ‘tá la Chávez, llámenla!, gritó Miguel, el gordito asistente de la diva. Grissel no había dormido casi nada porque no había terminado su tarea del colegio y sus clases eran bien temprano. Se despertó refunfuñando y su mamá le arregló el maquillaje y el peinado, y bajó corriendo las escaleras que la separaban del set principal de grabación del canal.

Sonrió un poco al contarle que ya acababa mi carrera. ¡Yola va a estar contentísima de verte!, me dijo, tratando de no llamar mucho la atención. Tenía un nuevo elenco, pero extrañaba a muchas de sus ex burbujas en las que había puesto muchas esperanzas de que eternamente bailen con ella.

Me senté y esperé. Miraba hacia la ventana donde sabía que estaba. Entre las cortinas se podía ver su silueta, pero parecía que jamás iba a salir de su habitación. Vivía con sus empleadas, pero siempre recibía muchas visitas, sobre todo los días de ensayo, en los que se sentía más feliz.

¡Ya, Grissel, en esta tiene que quedar!, le dijo la diva entre enojada y divertida. En el sketch tenían que tirarle una tuna en la cabeza, y de tantas veces que le había caído, le empezó a doler y comenzó a llorar. Pero ese era el mundo de la televisión. Si quería triunfar tenía que aguantar. Además le gustaba mucho que la diva se haya fijado en ella como su mini estrella.

Miguel volvió a salir hacia donde me encontraba. Se sentó conmigo y me contó que en su última presentación, Yola se había caído y se había torcido el tobillo. Ya había pasado otras veces, pero ella tenía 10 años menos y más vitalidad. Aunque si nos referimos a la vitalidad, esa mujer la había conservado durante más de 30 años y amenazaba con seguir igual.

Parecía que el golpe no había sido tan leve. El doctor, al que visitaba con frecuencia, le había dicho que guardara reposo para que se mejore pronto. Y ella, que se toma siempre las cosas en serio, acató al pie de la letra lo recomendado y con las justas y se iba al baño. Demorándose una hora, pero no se daba por vencida.

"Somos un grupo muy alegre tengo mi pandereta y hacemos un programa. Juntos formaron una banda, la banda de..." Plum! ¿Dónde estaba la diva? En plena Feria de la Alegría en el Cono Norte, se había tropezado con una tabla suelta, y ahora estaba en el piso rodeada de sus burbujitas. Grissel y Liseth la ayudaron a pararse y siguió el show. Pero con la diva sentada en una banquita.

Pasó más o menos una hora desde mi arribo, cuando Yola salió por su ventana. Abrió las cortinas, corrió su asiento un poco más cerca, de donde podía ver a todo su elenco, y habló.
Tenía una presentación en fin de semana y culpó a la descoordinación de su nuevo elenco por su caída. Estaba tan diva como siempre había sido, pero según dicen, los años no pasan en vano. El peso de los años, ya se veía venir en la eternamente niña Yola.

Habló con todos hasta que en una frase se dirigió a mí. "¿Te puedes quedar?", preguntó con su carita inocente. Claro respondí. Me había pasado casi toda la espera recordando su etapa en mi vida, que no quería irme sin hablar con ella.

Cuando todos se fueron y quedamos frente a frente ella y yo, me dijo lo que había querido oír toda aquella noche: "Qué gusto volver a verte, Grissel". El gusto, también era para mí, y en ese momento me di cuenta que bien habían valido la pena las 2 horas de viaje hasta su casa por tan sólo aquella frase.

Conversamos de mucho en tan sólo 15 minutos. Cosas sin importancia que no vale la pena mencionar, pero sí que quiere que vuelva a trabajar con ella. Me encantaría volver a hacerlo y lo haré. Ella fue la mejor parte de mi pasado, y espero ahora forme parte de futuro.

Y estaba sentada allí con ella en la cocina de su casa. "Y tú que quieres ser", le preguntó la diva a Grissel, su burbujita de 6 años. "Yo quiero ser como tú", le respondió.