lunes, julio 11, 2005

UNA VISITA: LA CASA DEL PROFESOR MANUEL JESUS ORBEGOZO


¡Sorprendente!, decía la vocecita de su mente, mientras que sus ojos recorrían ávidamente los objetos del estante, tratando que cada detalle se quede grabado en su mente. Repasaba los títulos como gran conocedora y buscaba entre las cientos de fotos del escritorio la que más le atraía. Estaba en la casa de Manuel Jesús Orbegozo, su profesor.

A pesar de no conocer mucho el lugar, se bajó a tientas de la combi frente a la Gran Unidad Escolar "Juana Alarco de Dammert". En la dirección decía que la casa quedaba entre las cuadras 33 y 34, así que se sintió un poco perdida al darse cuenta que había bajado en la cuadra 22.

A pesar de ese pequeño primer percance, los ánimos por conocer aquél lugar del que tanto le habían hablado sus compañeros egresados y profesores de la universidad, seguían vivos y más que nunca.

Llegó a la primera esquina, sacó su cuaderno y miró el pequeño croquis que el profesor les había dibujado en la pizarra la clase anterior. Seguía pensando, intrigada, en porqué cuando hablaban de la casa de Manuel Jesús Orbegozo, tenían que relacionarla con la historia del mundo. Más tarde, lo comprendería perfectamente.

Caminó una cuadra, y otra más. La calle estaba desierta y algo oscura. Un escalofrío recorrió su cuerpo y llegó hasta sus pies que parecían de plomo al avanzar. Se sentía emocionada, no lo podía dudar, y sin embargo esa emoción hacía que se ponga nerviosa, pero no sabía la razón.

Llegó al número indicado en su cuaderno, y encontró la puerta de la casa abierta. Temerosa, tocó la puerta de todas maneras, para no pasar por conchuda y dos rostros se voltearon hacia ella desde dentro del lugar.

El rostro amable y sonriente de su profesor la recibió cálidamente. ¡Adelante!, le dijo y ella avanzó hacia las escalinatas que la llevaban a la sala con chimenea de la casa. Había pocas personas aún, y eso que era tarde, pues la clase debía haber comenzado casi media hora antes de su llegada.

El profesor le ofreció el sillón en el que había estado sentado, y él fue en busca de una silla. Lo que más la sorprendió fueron los muchos adornitos que tenía sobre la chimenea. Varias decenas de "lechucitas" le dieron la bienvenida desde donde se encontraban y le comenzaron a mostrar porqué esa visita le iba a gustar.

Cuando el profesor volvió a sentarse, y a pararse, y a sentarse nuevamente por la repentina llegada de varios alumnos, ella se dedicaba a observar con detenimiento cada rincón.

Las lámparas, los jarrones, los floreros, el reloj de mesa, todo estaba perfectamente bien colocado y le daba mucha vida a la casa, y la colección de lechucitas de la sala, que no sería casi nada comparada con la de la salita de la televisión, le daba un calor de hogar especial.

Para las ocho de la noche, ya habían llegado casi todos los alumnos, el profesor Orbegozo ya nos había contado de sus primeras aventuras, y la vista de ella ya había escudriñado en toda la sala, cuando llegó el momento de ver más. Así comenzó el gran recorrido por la historia.

Él se puso de pie y los guió hacia el rincón de sus memorias. Su oficina estaba ubicada en un desnivel de la sala, subiendo unas escaleritas. La primera impresión fue haber entrado a una sala extraviada de la Biblioteca Nacional. Pero luego, todo resalta por sí mismo.

Los libros, los recuerdos, las fotos y los premios buscan que poses tu atención en ellos y eso fue lo que pasó. Primero, los libros. Cientos de ellos y de todos los autores posibles. Muchos de ellos autografiados. ¡Cuánto hubiera dado por tener uno de ellos!, decía la vocecita de su mente, sobre todo el de Neruda, pensó nuevamente, le encantaban sus poemas.

En medio de todos los libros, resalta un espacio del librero que no los tiene. Pero contienen por ellos mismos más historia que los propios libros. Un pedacito de muro de Berlín, unas granadas y balas de diferentes guerras, adornos de culturas asiáticas y africanas, todo cuidado meticulosamente y que pasó por las manos de todos los alumnos curiosos de conocer más de todo lo que sólo habían estudiado en Historia Universal en el colegio.

Un estante de fotografías en slides fue la siguiente parada de su vista. Cientas de ellas, por no decir miles, ya que no estaban todas allí, el profesor trajo más de otro estante. ¡Sorprendente!, dijo la vocecita de su mente. Todo era realmente sorprendente.

Las paredes estaban revestidas de todos los premios que había recibido aquél hombre en toda su carrera periodística, que cuenta ya varias decenas. Reconocimientos del Estado y de privados, y todos los reconocimientos de los cientos de periodistas que formó en su también larga trayectoria como profesor sanmarquino.

Sus carnés bajo un vidrio, todos sus últimos scripts, y las cucharas de los aviones recolectadas de todos los viajes que había realizado decoraban su escritorio, mudo testigo de tantas crónicas y escritos que han dado la vuelta al mundo, junto a él.

Algunos revisaban entre las fotos, otros entre los libros. Ella decidió salir a dar una vuelta por la casa. Entró a la salita de la televisión y cientos de lechucitas voltearon a saludarla, buscando resaltar para que las tome y las halague. En todas sus formas, ellas sonriendo se hacían notar. Ella les guiñó el ojo a todas y volvió a buscar al resto de sus compañeros.

El último recuerdo que el profesor les enseñó fue un rosario. Pero ¿qué tenía de especial para no tenerlo junto con el resto de sus recuerdos en su escritorio? Ese rosario había pertenecido a la Madre Teresa de Calcuta y le había salvado la vida en una oportunidad, y lo seguía protegiendo desde la cabecera de su cama todas las noches, porque faltan muchas promociones de San Marcos, su universidad, a las que debe enseñar.

Finalmente, y para que se fuera alguien con un recuerdo mayor, sorteó entre las chicas, y con la envidia de los chicos, un pequeño afiche del concurso de crónica periodística que lleva su nombre, y que llevaba su firma.

Puso un número en el afiche y dobló nueve papelitos con los números del uno al nueve para el pequeño gran sorteo. Los puso en una copa, y los repartió.

"El número es cinco", dijo el profesor. "Yo lo tengo", dijo temerosa la joven a la que las lechuzas habían saludado tan afectuosamente. El profesor se acercó y le entregó su premio, firmadito por él claro está y ella se sintió la más afortunada. "Llegarás a ser como él", volvió a interrumpir la vocecita de su cabeza, "todo depende de ti".

5 comentarios:

Vladimir Terán Alt dijo...

Bacán tu blog flaca. Ponle fotos también. Una poderosa Zenit se puede llevar a todo sitio

Francisco dijo...

MJO es una razón por la cual envidio la carrera de Periodismo en San Marcos. Pasan los años y sólo vivo de los textos de MJO y no he logrado dialogar con él... rayos, si el hombre es una leyenda, perdón LEYENDA, así con mayúsculas... hazle saber que tiene alguien que desea conversar con él...!! ;)

César Jesús dijo...

Hola. La crònica tiene elementos muy interesantes. Un poco fuera de lo común, y eso es justamente lo que llama la atenciòn. Saludos

Arqueo 2008 - UNMSM dijo...

Me agrado vuestra cronica, en verdad es un texto estimulante para quien desea saber si esta en el norte adecuado, gracias por la inspiracion brindada , cada uno de tus escritos me han dado la paz que desde hace mucho buscaba, hasta pronto y nuevamente gracias.

Anónimo dijo...

Gracias por la gran información! Yo no habría descubierto esto de otra manera!