martes, agosto 16, 2005

CRÓNICAS MUNDANAS


Primera Parte
El loco del costal

Se sabe que pasó por el barrio cuando la basura que estaba en un costal en la puerta de tu casa está regada por la vereda. Algunas bolsas plásticas tampoco se salvan de sus garras y mucho menos las bolsitas de los centros comerciales, sus favoritas. Llega y se va pero siempre está ahí, merodeando por el parque, su dulce hogar.

Los vecinos de San Felipe dicen que llegó un día de no saben dónde y se quedó en el parque Manhattan desde entonces. Todas las mañanas se pasea semi desnudo por las calles, espantando a la gente a su paso. No dice ¡booh! Pero su solo aspecto haría correra a cualquiera.

Un pantalón raído y 20 costales encima son todo su atuendo. Traje que por cierto se lo ganó urgando en la basura de los vecinos de la urbanización en la que reside y peleando con los perros para que no rompan sus preciadas bolsitas.

Todos los días estrena chachá nuevo. Claro, no todos los días pasa la basura por San Felipe, pero algunos distraídos siempre dejan la basura desde el día anterior al programado por la Municipalidad de Comas.

Hoy luce una coqueta bolsita roja de Ripley Max que lleva en el pecho, una bolsa amarilla de Metro que combina con su pantalón gris con aberturas en los costados. Todo un símbolo fashion en la elegante pasarela de los borrachos y pandilleros que visitan diariamente el Parque Manhattan, y que todos los vecinos de San Felipe quieren eliminar.

¿Y la Policía? Bien, gracias. Por lo menos se cuenta un robo diario a la gente que cruza ese parque, pero nadie hace nada por ellos. ¿Nadie? Perdón. El loco del costal convertido en guachimán nocturno, ronda el parque con sus sensuales contorneos y espanta hasta a los choros más drogados.

Todo un personaje mundano. Llegó para quedarse y con costales amenaza a quien quiera sacarlo. Nadie ha podido hasta ahora y los valientes ya se agotaron. Pero es inofensivo de todas maneras, sólo cuide su basura señora, porque en cualquier momento puede llegar a su puerta, el loco del costal.

Segunda Parte
La chismosa del barrio

¡Señora Betty! Ding dong. El timbre vuelve a sonar y la tendera sale arrastrando sus chancletas hasta la ventana de su tienda donde se paran a esperarla los más pintorescos personajes de la Urbanización San Felipe.

La señora Betty no es sólo una tiendita de comestibles y baratijas como tiene todo barrio lejano a los grandes supermercados. Es también el set de Magaly Medina rural.

Sería extraño que si te ha pasado algo no lo sepa todo el barrio mediante la señito de la bodega. Es más, es más de seguro que allí se enteren las cosas antes de que te sucedan o de que te enteres si es que los chismes tienen que ver contigo.

Nadie en el barrio se le escapa. Ella y su séquito de rajonas están distribuidas estratégicamente por todo el Pasaje Dos de Mayo, en Comas. Pero eso sí, cuando rajan de su propia familia, te saca los ojos y con uñas y dientes te destroza con el siguiente chisme tuyo que se entere.

Vende todo caro, eso todos lo saben. Pero fía de vez en cuando. Sólo deben tener cuidado de pagarle con una moneda de cinco soles, porque es mucha plata para ella. Mejor págale con moneditas de sol y si tienes centavitos, mejor.

A pesar de ello, es la vecina más solidaria con los desvalidos. Sobre todo cuando se tienen que hacer colectas si alguien del barrio se enfermó. Ella se apunta para recoger, pero su devoción a San Codo la hacen tan temible como tramposa. Ella es doña Betty.

Tercera Parte
La mecánica de Papá

Otra vez amaneció mojada la habitación de Grissel, dijo la señora del 231 del Dos de Mayo algo molesta. Es la cuarta vez que pasa y los vecinos no quieren cancelar la instalación de esa ducha, ¿por qué será?

Todas las noches sin excepción, un ruido molestoso despierta a los Chávez, a parte del ruido, por lo menos una vez al mes el cuarto de su hija mayor amanece mojado, mejor dicho, inundado.

Los Chira tenían un taller mecánico hace años en una avenida cerca de San Felipe, del que la municipalidad los desalojó por falta de pago de arbitrios municipales. Desde ese día, hace tres años, hasta hoy, ese taller mecánico se ha trasladado a su hogar, el 223 del Dos de Mayo.

Según la legislación de zonas residenciales, está terminantemente prohibido el uso de viviendas en pasaje como talleres mecánicos o grifos por el peligro que significa para los vecinos. Sin embargo, para los Chira, la legislación no existe.

Han hecho tres pisos sin autorización, 10 ampliaciones y viven en esa casa alrededor de 35 personas, sin contar a los animalitos, ni a la gata que se volvió novia del gato de los Chávez.
Es por eso que siempre hay ruido, llantos, gritos y traspasos de agua de una casa a la otra.

¡Ay mis vecinos!, exclama la señora Chávez del 231. Es que si algún día de estos hay un temblor, ellos terminarían muertos aplastados, por la informalidad y por la falta de consideración de una familia que fueron los primeros en llegar a San Felipe, y que parece que nadie los sacará de allí.

Conclusiones

Estos tres personajes conforman la vida de una vecindad sin igual. San Felipe, que por años ha querido convertirse en distrito, siempre busca la modernidad. Tiene su propio serenazgo y sus 25 pollerías en una avenida de 10 cuadritas. Pero así es San Felipe, una urbanización turística que debe visitar.

lunes, julio 25, 2005

DÍAS COMUNES EN EL TRÁFICO LIMEÑO


¡Noooo!¡No puede ser!¡Cómo han podido robarme!¿En qué momento? Exclama una jovencita revisando su cartera inquieta porque no encuentra ni su billetera ni su celular. El resto de los pasajeros del autobús simplemente la miran, poco extrañados, pues es algo que ocurre todos los días en el transporte limeño.

Todos los días salgo de mi casa muy temprano. Mi horario de trabajo me obliga a levantarme casi de madrugada y pugnar con otros cientos de limeños por alcanzar un asiento en una de las tantas combis que salen desde el paradero San Felipe hacia distintos distritos de Lima.

El día viernes salí de casa especialmente cansada. Recuerdo que incluso traté de dormir 5 minutos más. Me había quedado despierta hasta muy tarde haciendo una tarea para la universidad. Me bañé y cambié lo más rápido que pude y salí a las 7.30, como todos los días.
Pero ese día fue realmente extraño. A parte de que mientras caminaba sentía los pies como plomo, era el primer día de frío del otoño, y había más gente de lo habitual en el paradero. Los carros pasaban reventando de gente y aún así, no alcanzaban para la cantidad de peatones que esperaban llegar a sus destinos.

Después de casi diez minutos de espera, de correr tras unos ocho carros, todos sin éxito, por fin pude ver que el paradero se iba quedando vacío, y fue para ese momento que también pasó la combi de la empresa que me llevaba a mi destino.

Verde, ámbar, rojo. El carro paró en seco. El carro tenía casi todos los asientos ocupados, así que cuando subí tuve que sentarme en el que estaba detrás del chofer, justo delante de la puerta.

Renegaba un poco porque cuando la gente pasaba me empujaba o me topaba con sus mochilas. El carro avanzaba lentamente, y temía llegar tarde a mi centro de trabajo. Mientras el vehículo avanzaba, veía más gente en los paraderos, y otros carros que pasaban a gran velocidad por la avenida.

Traté de sacar un libro. La posición en la que estaba sentada me lo impidió. El viaje se hacía cada vez más incómodo. Una chica de pelo largo y rubio teñido, que vestía una blusa blanca y jeans desteñidos, se paró justo detrás de mi asiento. Llevaba una cartera rosada que chocaba con mi cabeza y me incomodaba aún más.

El chofer puso una radio de música romántica. Entonces comencé a recordar que me había levantado con mucho sueño. El vaivén de la combi, los sonidos de la ciudad, la incomodidad en la que me encontraba, comenzaron a adormecerme. Hasta que me quedé dormida sobre mi gran mochila.

Me despertó un repentino golpe en la cabeza. La joven que se había parado detrás de mí revoloteaba en su cartera sin darse cuenta que me estaba golpeando con ella. Parecía que su corazón latía a mil por hora pues sus ojos estaban muy abiertos y sus facciones estaban muy tensas.

¡Noooo!¡No puede ser!¡Cómo han podido robarme!¿En qué momento? Exclamó con fuerza. La señora que estaba a su costado le dijo que había un hombre que se había parado tras ella, junto a la puerta, y que la estaba empujando. ¡Ese hombre fue!, dijo la chica del cabello rubio teñido, en un tono de desesperación que terminó que sacarme de mi adormecimiento.

Entonces, las 10 personas que estaban alrededor de la joven comenzaron a opinar sobre lo ocurrido. Que cómo está el mundo, que cómo es posible que el cobrador no se haya dado cuenta, que si habían visto porqué no habían avisado, en fin, después de lo ocurrido, siempre viene el cuchicheo de vieja chismosa, y la chica se quedó sin billetera y sin celular en las narices de todos.

Se bajó 10 minutos después. Le casi rogó al cobrador que le perdone el no poder pagarle el pasaje porque le habían robado lo poco que traía en la cartera. El cobrador, buena gente, la dejó bajar. El carro se alejó dejando a la muchacha en el paradero en el que bajó, sin billetera y sin celular. Yo me preguntaba cómo iba a irse a casa, ojalá que tenga familiares cerca de dónde se bajó o por lo menos que trabaje por allí.

Yo abracé mi mochila con fuerza y seguí mi camino. Aún faltaba media hora más de viaje y ya no tenía más sueño. Conforme avanzaba la combi hacia Pueblo Libre, que era mi destno final, el día se iba aclarando. El sol salió nuevamente y todo volvió a lo acostumbrado.

Los pasajeros seguían bajando y subiendo del vehículo y las diez personas que comentaron sobre el robo, volvieron a sus asuntos personales y no se volvieron a dirigir la palabra. Fue otro día común en una combi limeña.

viernes, julio 15, 2005

Un ángel más para Dios


Es triste cuando un adulto muere, sea quien fuere, sientes que un alma se fue. Pero es mucho más triste cuando un pequeño se va.

Cuando un almita tan frágil y pequeña se apaga sientes el fin del mundo. Todo el universo se refleje en los niños, quienes traen el equilibrio a este mundo sin conocer su verdadero destino. Nacen y llenan de alegría a los suyos y a los otros también.

Ver a una madre sufrir por un bebé perdido es muy triste. Más triste pensar que no lo viste crecer, que no compartiste con él todos los planes que habías hecho para ese pedacito de tu alma que sale de ti. Ese hombre en miniatura que llegaba para traerte más que preocupaciones. Te traía con él una vida renovada, nuevos sueños, nuevas ilusiones, un soplo de vida nueva.

Es que los niños son los más parecidos a Dios. Sus ojos, sus labios, sus manitas, su frágil cuerpecito, todo lo tienen como él. Son los ángeles que muchos creen que no existen, y que sin embargo cuando uno los ve, están ahí en la mirada, en la risa, en el llanto de un niño.

Este es un intento por despedir a un pequeño trozo de la vida de mi amiga Vanessa. La noticia dejó a todos los que la conocemos muy tristes. Por lo que valía ese niño, por lo que significaba para ella. Lo sentimos mucho, querida Vanessa, Dios quería un angelito más para su coro celestial. Él vivirá siempre en tu corazón.

Mi más sentido pésame.

lunes, julio 11, 2005

UNA VISITA: LA CASA DEL PROFESOR MANUEL JESUS ORBEGOZO


¡Sorprendente!, decía la vocecita de su mente, mientras que sus ojos recorrían ávidamente los objetos del estante, tratando que cada detalle se quede grabado en su mente. Repasaba los títulos como gran conocedora y buscaba entre las cientos de fotos del escritorio la que más le atraía. Estaba en la casa de Manuel Jesús Orbegozo, su profesor.

A pesar de no conocer mucho el lugar, se bajó a tientas de la combi frente a la Gran Unidad Escolar "Juana Alarco de Dammert". En la dirección decía que la casa quedaba entre las cuadras 33 y 34, así que se sintió un poco perdida al darse cuenta que había bajado en la cuadra 22.

A pesar de ese pequeño primer percance, los ánimos por conocer aquél lugar del que tanto le habían hablado sus compañeros egresados y profesores de la universidad, seguían vivos y más que nunca.

Llegó a la primera esquina, sacó su cuaderno y miró el pequeño croquis que el profesor les había dibujado en la pizarra la clase anterior. Seguía pensando, intrigada, en porqué cuando hablaban de la casa de Manuel Jesús Orbegozo, tenían que relacionarla con la historia del mundo. Más tarde, lo comprendería perfectamente.

Caminó una cuadra, y otra más. La calle estaba desierta y algo oscura. Un escalofrío recorrió su cuerpo y llegó hasta sus pies que parecían de plomo al avanzar. Se sentía emocionada, no lo podía dudar, y sin embargo esa emoción hacía que se ponga nerviosa, pero no sabía la razón.

Llegó al número indicado en su cuaderno, y encontró la puerta de la casa abierta. Temerosa, tocó la puerta de todas maneras, para no pasar por conchuda y dos rostros se voltearon hacia ella desde dentro del lugar.

El rostro amable y sonriente de su profesor la recibió cálidamente. ¡Adelante!, le dijo y ella avanzó hacia las escalinatas que la llevaban a la sala con chimenea de la casa. Había pocas personas aún, y eso que era tarde, pues la clase debía haber comenzado casi media hora antes de su llegada.

El profesor le ofreció el sillón en el que había estado sentado, y él fue en busca de una silla. Lo que más la sorprendió fueron los muchos adornitos que tenía sobre la chimenea. Varias decenas de "lechucitas" le dieron la bienvenida desde donde se encontraban y le comenzaron a mostrar porqué esa visita le iba a gustar.

Cuando el profesor volvió a sentarse, y a pararse, y a sentarse nuevamente por la repentina llegada de varios alumnos, ella se dedicaba a observar con detenimiento cada rincón.

Las lámparas, los jarrones, los floreros, el reloj de mesa, todo estaba perfectamente bien colocado y le daba mucha vida a la casa, y la colección de lechucitas de la sala, que no sería casi nada comparada con la de la salita de la televisión, le daba un calor de hogar especial.

Para las ocho de la noche, ya habían llegado casi todos los alumnos, el profesor Orbegozo ya nos había contado de sus primeras aventuras, y la vista de ella ya había escudriñado en toda la sala, cuando llegó el momento de ver más. Así comenzó el gran recorrido por la historia.

Él se puso de pie y los guió hacia el rincón de sus memorias. Su oficina estaba ubicada en un desnivel de la sala, subiendo unas escaleritas. La primera impresión fue haber entrado a una sala extraviada de la Biblioteca Nacional. Pero luego, todo resalta por sí mismo.

Los libros, los recuerdos, las fotos y los premios buscan que poses tu atención en ellos y eso fue lo que pasó. Primero, los libros. Cientos de ellos y de todos los autores posibles. Muchos de ellos autografiados. ¡Cuánto hubiera dado por tener uno de ellos!, decía la vocecita de su mente, sobre todo el de Neruda, pensó nuevamente, le encantaban sus poemas.

En medio de todos los libros, resalta un espacio del librero que no los tiene. Pero contienen por ellos mismos más historia que los propios libros. Un pedacito de muro de Berlín, unas granadas y balas de diferentes guerras, adornos de culturas asiáticas y africanas, todo cuidado meticulosamente y que pasó por las manos de todos los alumnos curiosos de conocer más de todo lo que sólo habían estudiado en Historia Universal en el colegio.

Un estante de fotografías en slides fue la siguiente parada de su vista. Cientas de ellas, por no decir miles, ya que no estaban todas allí, el profesor trajo más de otro estante. ¡Sorprendente!, dijo la vocecita de su mente. Todo era realmente sorprendente.

Las paredes estaban revestidas de todos los premios que había recibido aquél hombre en toda su carrera periodística, que cuenta ya varias decenas. Reconocimientos del Estado y de privados, y todos los reconocimientos de los cientos de periodistas que formó en su también larga trayectoria como profesor sanmarquino.

Sus carnés bajo un vidrio, todos sus últimos scripts, y las cucharas de los aviones recolectadas de todos los viajes que había realizado decoraban su escritorio, mudo testigo de tantas crónicas y escritos que han dado la vuelta al mundo, junto a él.

Algunos revisaban entre las fotos, otros entre los libros. Ella decidió salir a dar una vuelta por la casa. Entró a la salita de la televisión y cientos de lechucitas voltearon a saludarla, buscando resaltar para que las tome y las halague. En todas sus formas, ellas sonriendo se hacían notar. Ella les guiñó el ojo a todas y volvió a buscar al resto de sus compañeros.

El último recuerdo que el profesor les enseñó fue un rosario. Pero ¿qué tenía de especial para no tenerlo junto con el resto de sus recuerdos en su escritorio? Ese rosario había pertenecido a la Madre Teresa de Calcuta y le había salvado la vida en una oportunidad, y lo seguía protegiendo desde la cabecera de su cama todas las noches, porque faltan muchas promociones de San Marcos, su universidad, a las que debe enseñar.

Finalmente, y para que se fuera alguien con un recuerdo mayor, sorteó entre las chicas, y con la envidia de los chicos, un pequeño afiche del concurso de crónica periodística que lleva su nombre, y que llevaba su firma.

Puso un número en el afiche y dobló nueve papelitos con los números del uno al nueve para el pequeño gran sorteo. Los puso en una copa, y los repartió.

"El número es cinco", dijo el profesor. "Yo lo tengo", dijo temerosa la joven a la que las lechuzas habían saludado tan afectuosamente. El profesor se acercó y le entregó su premio, firmadito por él claro está y ella se sintió la más afortunada. "Llegarás a ser como él", volvió a interrumpir la vocecita de su cabeza, "todo depende de ti".

viernes, julio 08, 2005

Yo... por una vez!

Queridos lectores... ay! qué formal!

Amigos... estoy contenta de haber publicado 5 de mis crónicas. Y estoy mucho más contenta de saber que alguien me lee y que le gusta lo que escribo... o por lo menos que no cierran la page y salen espantados... debería tener un contador de visitas, pero no lo creo necesario... suficiente con saber que ustedes están aquí y que puedo compartir con ustedes lo mejor que sé hacer: escribir...

Siempre he creído que escribir es la mejor forma de comunicarse... sin roches, ni paltas ni sin temor a que te enteres si lo que dices es bien o mal recibidos... claro que hay gente hincha a la que le gusta responderte, ja! pero así es el mundo, qué se hace.

Gracias por compartir conmigo estas crónicas, que de una u otra forma son parte de mi vida, así que mediante ellas van a conocer un poquito más de esta simple joven que lo único que quiere es llegar a ser una gran periodista siempre con la verdad por delante...!!!

Mil besos a mis lectores y sigan disfrutando de estas Crónicas Griss...es.

Y ya saben: tomatazos y laureles siempre serán bien recibidos...

MI PASADO Y MI ANHELADO FUTURO


Me recibió con una pierna en alto, sentada en su sillón de siempre, donde recordaba haberla dejado hace más de 8 años. La vi igual, a pesar de que por su rostro se asomaban ya las arrugas propias de su edad. Y, sin embargo, el carácter no cambió nada. Era la misma Yola.

Los recuerdos de la niñez empezaron a fluir lentamente en mi cabeza. Cuando la conocí, era la animadora infantil que más tiempo había permanecido en las pantallas de la televisión peruana, y la más querida por los niños peruanos de varias generaciones. Hoy, bastante tiempo después de aquel día en el que con una sonrisa en los labios me dijo "eres parte del elenco", la volví a ver.

La puerta de madera se abrió lentamente a los cinco minutos de mi arribo. Ella no es precisamente la mujer más puntual, y como no había anunciado mi visita con la anticipación debida, la espera fue bastante larga.
Recordé entonces aquella vez, cuando contaba sólo 4 años y le tenía un pánico terrible. No me gustaba quedarme a esperarla y cada vez que salía le gritaba con desesperación a mi mamá que nos fuéramos del ensayo.
"Grissel", dijo con voz tierna Ivan, el asistente de la diva infantil. "Ven conmigo, vamos a dar una vuelta". Lo tomó de la mano y comenzó a caminar junto con él. No sabía dónde la llevaba, pero él era muy bueno y sólo le estaba hablando de lo bonito que bailaba. Estaba tan entretenida con la conversación que no se dio cuenta en qué momento había entrado a la sala. Estaba frente a la mismísima Yola.

¡Grissel! El sentir que me llamaban me sacó del ensimismamiento. Era un asistente de Yola que había trabajado con ella toda su vida. ¡Miguel!, respondí con mucha euforia y nos abrazamos muy fuerte.

Estaba más gordo que nunca, pero los años no lo habían cambiado. Seguía con esa misma risa escandalosa que me despertaba en las grabaciones cuando estaba muy cansada y me dormía en las piernas de mi mamá.

¡Ahí ‘tá la Chávez, llámenla!, gritó Miguel, el gordito asistente de la diva. Grissel no había dormido casi nada porque no había terminado su tarea del colegio y sus clases eran bien temprano. Se despertó refunfuñando y su mamá le arregló el maquillaje y el peinado, y bajó corriendo las escaleras que la separaban del set principal de grabación del canal.

Sonrió un poco al contarle que ya acababa mi carrera. ¡Yola va a estar contentísima de verte!, me dijo, tratando de no llamar mucho la atención. Tenía un nuevo elenco, pero extrañaba a muchas de sus ex burbujas en las que había puesto muchas esperanzas de que eternamente bailen con ella.

Me senté y esperé. Miraba hacia la ventana donde sabía que estaba. Entre las cortinas se podía ver su silueta, pero parecía que jamás iba a salir de su habitación. Vivía con sus empleadas, pero siempre recibía muchas visitas, sobre todo los días de ensayo, en los que se sentía más feliz.

¡Ya, Grissel, en esta tiene que quedar!, le dijo la diva entre enojada y divertida. En el sketch tenían que tirarle una tuna en la cabeza, y de tantas veces que le había caído, le empezó a doler y comenzó a llorar. Pero ese era el mundo de la televisión. Si quería triunfar tenía que aguantar. Además le gustaba mucho que la diva se haya fijado en ella como su mini estrella.

Miguel volvió a salir hacia donde me encontraba. Se sentó conmigo y me contó que en su última presentación, Yola se había caído y se había torcido el tobillo. Ya había pasado otras veces, pero ella tenía 10 años menos y más vitalidad. Aunque si nos referimos a la vitalidad, esa mujer la había conservado durante más de 30 años y amenazaba con seguir igual.

Parecía que el golpe no había sido tan leve. El doctor, al que visitaba con frecuencia, le había dicho que guardara reposo para que se mejore pronto. Y ella, que se toma siempre las cosas en serio, acató al pie de la letra lo recomendado y con las justas y se iba al baño. Demorándose una hora, pero no se daba por vencida.

"Somos un grupo muy alegre tengo mi pandereta y hacemos un programa. Juntos formaron una banda, la banda de..." Plum! ¿Dónde estaba la diva? En plena Feria de la Alegría en el Cono Norte, se había tropezado con una tabla suelta, y ahora estaba en el piso rodeada de sus burbujitas. Grissel y Liseth la ayudaron a pararse y siguió el show. Pero con la diva sentada en una banquita.

Pasó más o menos una hora desde mi arribo, cuando Yola salió por su ventana. Abrió las cortinas, corrió su asiento un poco más cerca, de donde podía ver a todo su elenco, y habló.
Tenía una presentación en fin de semana y culpó a la descoordinación de su nuevo elenco por su caída. Estaba tan diva como siempre había sido, pero según dicen, los años no pasan en vano. El peso de los años, ya se veía venir en la eternamente niña Yola.

Habló con todos hasta que en una frase se dirigió a mí. "¿Te puedes quedar?", preguntó con su carita inocente. Claro respondí. Me había pasado casi toda la espera recordando su etapa en mi vida, que no quería irme sin hablar con ella.

Cuando todos se fueron y quedamos frente a frente ella y yo, me dijo lo que había querido oír toda aquella noche: "Qué gusto volver a verte, Grissel". El gusto, también era para mí, y en ese momento me di cuenta que bien habían valido la pena las 2 horas de viaje hasta su casa por tan sólo aquella frase.

Conversamos de mucho en tan sólo 15 minutos. Cosas sin importancia que no vale la pena mencionar, pero sí que quiere que vuelva a trabajar con ella. Me encantaría volver a hacerlo y lo haré. Ella fue la mejor parte de mi pasado, y espero ahora forme parte de futuro.

Y estaba sentada allí con ella en la cocina de su casa. "Y tú que quieres ser", le preguntó la diva a Grissel, su burbujita de 6 años. "Yo quiero ser como tú", le respondió.

jueves, junio 30, 2005

VISITA A LA JUNGLA BLANCA


El dolor de estómago era cada vez más insoportable. Se había tomado una pastilla pero no pasaba. Los retortijones casi la hacían llorar, pero no podía desistir. Debía evitar a toda costa, visitar ese lúgubre lugar al que todos le temían, y ella no era la excepción. Debía evitar ir al hospital.

Se había levantado aquella mañana con todos los ánimos del mundo. Ese día, como todos, debía ir al trabajo y realizar su rutina diaria, que algunas veces la aburría, y otros la mantenía activa y feliz de lo que realizaba.

No le gustaba leer mucho, pero ese era su trabajo. Leer los diarios capitalinos todas las mañanas, después de todo no era tan malo. De rato en rato, y sin que su jefa se diera cuenta, se daba tiempo incluso de leer las tiras cómicas de El Comercio o el Chistojo del día.

Lo que más le divertía era la sección de espectáculos del Trome, el único diario chicha que llegaba hasta su escritorio. Los titulares le parecían lo más desatinados pero eso los hacía graciosos. Si se enteraban sus profes de la universidad, recibiría una reprimenda.

Lo que más anhelaba era conseguir trabajo en un diario. La idea de salir a perseguir congresistas, ministros o al presidente le fascinaba. Lo había hecho antes, pero no la dejaban salir. Y por eso se aburrió y se fue.

Pero ese día, se había levantado con un terrible dolor de estómago. Era difícil pensar en lo gracioso del día o en el anhelo de ser periodista a tiempo completo, si tenía esa punzada en la panza.

Su mamá le había servido un mate de muña, excelente para bajar los dolores por indigestión, pero ni su mamá y sus hierbas milagrosas esta vez la pudieron ayudar.

Pollo al horno con unas papitas doradas fueron su gran almuerzo. Sólo para esa hora milagrosa del día en la que todas las penas se ahogan en un gran plato de comida, se le olvidó el dolor que sentía. Es que la comida chatarra y las frituras eran su pasión, y hasta ahora había tenido suerte de estar tan gorda como el barril del "Chavo del Ocho".

Aún así, terminando esa hora gloriosa, el dolor volvió, y esta vez acompañado de un asco terrible. ¿Es que estoy embarazada?, se preguntó la niña virgen, ¿del Espíritu Santo tal vez?, jaja rió en su mente, pero su dolor no la dejó mostrar sus dientes por la gracia pensada.

Y entonces, no aguantó más y lo que había evitado todo el día, se convirtió en su tabla de slavación. ¿Aló?¡Mamá! ¡ya no aguanto más! ¿Puedes venir por mí para ir a la clínica? Sí. Lo había dicho. Y le había salido del alma. Iba a ir al doctor. Al abominable hombre de blanco. A ese que tantas veces le había mandado a que le hagan análisis sin necesitarlo. A ese que tanto detestaba por todas las pastillas que le habían mandado tomar. A ese que tanto detestaba, porque un buen día de su niñez le inyectó una mezcla fatal y casi la había mandado a la otra. Sí. A ese iba a ir a ver.

Su mamá llegó lo más rápido que pudo y la llevó a la clínica San Judas Tadeo, que quedaba cerca de donde se encontraba la moribunda. Al entrar por emergencia, lo primero que vio fue un hombre inmenso de chaqueta blanca acercársele con intenciones malévolas.

Le tomaron los datos, la sentaron en la camilla, y súbitamente el dolor desapareció. Se esfumó, ya no estaba, se fue a otra barriga a fastidiar. Se sintió sana, pero aún así, para que su mamá no quedara mal, fingió seguir con el bendito dolor (porque no se debe maldecir).

El médico de guardia le dijo que no era nada de cuidado, que debía ir al otro matasanos, al gastroenterólogo, para que la examinara mejor. ¿Otro más? ¿Qué no podía hacerlo él no más, que tenía que enviar sus huesitos para que los devore otro caníbal?

Antes que pudiera decir algo, ya estaba con la secretaria haciendo la transferencia a un consultorio. Era extraña la amabilidad de esa señorita. Por lo general nadie lo era, sobre todo cuando se trataba de las ayudantes de los matasanos, personas sin piedad y sin escrúpulos que te dan piedritas de remedio y creen que eso te cura.

La espera fue otro martirio. Detestaba esa espera más que nada en el mundo. Había esperado feliz el estreno de una película, pero no quería esperar por algo que no le gustaba. Pero tuvo que hacerlo, estaba allí con ella su mamá.

Su turno llegó y entró por fin a la cueva del oso. Ese espacio con escritorio y camilla y cientos de papeles y pastillas. Ese lugar que se le hacía tan familiar, pues lo había visitado muy seguido desde que tenía uso de razón. Valor, se dijo para sí, y avanzó con resolución.

Felizmente no le dijo "desnúdate", porque le hubiera pegado una trompada. Simplemente le pasó el estetoscopio por el estómago y le preguntó cuáles eran sus hábitos alimenticios. Fue como si le preguntaran si era virgen. Su comida era sagrada, pero tuvo que confesar su adicción por las papas fritas y el pollo broaster, y toda esa comida que no es saludable.

La respuesta del doctor ante eso fue contundente. "Lo que tienes es principio de gastritis y si no te cuidas y dejas de comer comida chatarra, te vas a poner peor". Fue una estocada en medio del corazón. ¿Dejar de comer su salchipapa de todos los días y su KFC de los sábados? Ese doctor definitivamente estaba loco.

Pero no se trataba de ninguna broma. Una lista con la dieta estricta que debía seguir y 4 docenas de pastillas completaron la visita a aquella jungla blanca. Salió cabizbaja, meditabunda y triste. Entendía la razón por la que no le gustaba ir al doctor.

Llegando a casa una magra sopa completó el día del dolor de estómago. Se juró que no volvería a pisar una clínica y mucho menos, si es que se trataba de comida. Es que ella prefería comer y morir comiendo, a sufrir de hambre un día de estos. "Gordita, pero feliz".

EL TIEMPO PASADO SIEMPRE FUE MEJOR


"A quien madruga, Dios lo ayuda", es la exclamación de una pintoresca señora que, cartera roja y saco negro de cuero en mano, sale de su casa con destino a cobrar su jubilación al Banco de la Nación, como todos los 20 de cada mes.

Bertha Acosta es una profesora jubilada de 70 años. A pesar de la edad que tiene, no aparenta todas las primaveras que carga encima, pues según ella es como el comercial de Polystel: "Se mantiene joven aunque pasen los años". Su sonrisa jovial y su porte siempre distinguido, han hecho que esta mujer sea muy respetada, no sólo en su casa, por su hija y nietas; sino también por la mayoría de los vecinos de la urbanización San Felipe en Comas.

Vive en casa de su yerno, con el que no se lleva muy bien. Lastimosamente, tuvo una sola hija, y fue precisamente Manuel, esposo de Liz, su vástaga, quien la invitó un buen día a quedarse con ellos, pues la casa era bastante grande para albergarla también a ella. Sin embargo, con el transcurrir de los años, la casa se convirtió en una "guerra fría" entre ambos, ya que no se dirigían mucho la palabra, y cuando lo hacían, las indirectas no dejaban de hacerse notar.

Su departamento, convertido en fortín desde donde por lo general ataca a su víctima-yerno, alberga todo tipo de cosas; desde una radiola de la época de la pera que aún funciona, pasando por una refrigeradora nueva que sirve de aparador, hasta su última adquisición: 6 sillas del juego de comedor de su vecina, que no necesitaba, pero que le parecieron bonitas y, sobre todo, de muy buena madera.

Ella quedó viuda muy joven. Su hija sólo contaba con 8 años cuando Don Ernesto falleció de una taquicardia mientras era operado en una clínica limeña. La pena fue grande, pero no por eso se dejó amilanar. No perdió la sonrisa ni ese porte garbo que siempre la caracterizaron. Estudió, parrandeó, tuvo mil y un novios, y crió a su hija lo mejor que pudo. Era una súper mamá.

Pero con el tiempo, el carácter le fue cambiando. De fuerte pero amiguera, a fuerte pero Hitler. Las personas que la conocen bien, no dudan en decirlo, "es una dictadora" y también una mujer de armas tomar.

Pero lo más curioso de ella, es su afán por llegar temprano a todo lugar. Su puntualidad, en ocasiones extremadamente exagerada, han hecho que su casa se convierta en un cuartel. El toque de diana es a las 5.30 am con un "levántense ociosos", gritado desde el segundo piso de la casa, y que despierta a todos los vecinos a unos 20 metros a la redonda. A pesar de ello, no hubo quejas hasta hoy, por lo que algunos se lo deben, incluso, hasta agradecer.

Por eso es que no es de extrañar que cada 20 de todos los meses, se levante aún más temprano de lo acostumbrado para ir a "cobrar". Se supone que su pensión se la depositan los 15, pero ella prefiere los 20, para asegurarse que ya el dinero esté en su cuenta.

Todos los 20 son sus días de "franco". Bertha sale de su casa con sus mejores atuendos. Muy pocas veces se le ve tan arreglada como en esos días. Y ni crean que va a cualquier Banco de la Nación. No, no, no. Ella vive en Comas y se va hasta la central de Orrantia, en San Isidro, a cobrar sus 700 soles de jubilación.

Se vistió de luces: Saco de cuero, chompa roja, pantalón de vestir plomo, botines negros taco nueve y una cartera roja completaba su atuendo. Tal vez vistiéndose así, recordaba sus buenas épocas en el Cusco, en donde entre su larga lista de pretendientes no faltaban generales de la policía ni dueños de empresas aeronáuticas.

Ahora vivía donde vivía y ganaba 700 soles que le alcanzaban solamente para apoyar los gastos de la casa de su hija, en la que dormía, limpiaba, acomodaba, sacudía, planchaba, lavaba, cocinaba, servía el almuerzo, el desayuno, el lonchecito, y se peleaba con medio mundo. Pero con todo y eso, nadie la podía mover de allí.

Salió de la casa a las 9 de la mañana. Haciendo sonar sus tacos mientras caminaba, con un porte único, como toda una señora de alta sociedad. En su rostro no se reflejaba angustia, ni dolor, y menos rencor, por todo lo que le tocó vivir como viuda,como madre, como suegra, como abuela. Ella caminaba mirando al frente, sin nada que le estorbe a su paso. Tal vez detrás de esa mirada apacible, y sus facciones impenetrables, se escondía esa dulce abuelita que todos sueñan tener, esa que regala dulces y propinas. Pero ella es así, claro que muy a su manera.

Cuando llega a su destino, después de una hora y media de viaje en bus, entra en el local con grandes rejas de la avenida javier prado. Siempre le molesta tener que hacer cola. Pero la hay, y bastante larga, que bordea el edificio del Banco de la Nación.

No lo piensa dos veces y avanza hacia ella, mirando altiva a todos los demás que esperan su turno de atención. Ella va sola, mientras que los demás siempre van acompañados. Recuerda con nostalgia los días en los que su pequeña nieta iba con ella. Las dos habían sido inseparables hasta que ella entró a la universidad, y la múltiples ocupaciones la habían dejado sin su compañera favorita de las aventuras de cobrar en ese banco. La extrañaba, aún así, nunca se lo había dicho.

La cola avanzaba lentamente. Poco a poco se acercaba hasta la ventanilla en la que, multired en mano, por fin vería su dinero, que le había costado 30 años de servicio al estado.

Llegó a la ventanilla, recibió su dinero, lo verificó y se retiró hacia un murito escondido en el que volvió a contar su dinero y asolapadamente lo metió en su truza doble fondo que siempre llevaba esos días. "Para prevenirse de los ladrones", piensa mientras sale contenta con su dinero hacia la puerta.

Luego de todo ese trámite que siempre le demora unos 45 minutos, toma un carrito viejo y se va a pasear al Centro Comercial San Isidro. Su hija siempre le había dicho que en la casa no están para pituquerías, y sus nietas menores, rara vez habían ido con ella en ese paseo. Sólo su nieta mayor, pero ella ya no estaba allí para acompañarla.

Va a Ripley, Saga, Metro y todas las tiendas que pueda visitar. Se mide ropa en oferta, paga sus tarjetas, y sale hacia su casa, de vuelta a su realidad de vivir en el distrito más populoso de Lima.

lunes, junio 06, 2005

Entre sustos y alivios: Un Miércoles para recordar


Miércoles, 7.30 am. Un nuevo día en la aburrida rutina de miles de limeños que se movilizan a tempranas horas hacia sus centros de labores. Un día más, mezclados entre el pavimento, los semáforos, la infernal congestión vehicular y los choferes que hacen de Lima, una ciudad sin igual.

Los paraderos están abarrotados de gente que pugna por subirse a un vehículo de transporte público. Todos pasan llenos. Todos quieren llegar a su destino. Pero, el camino les puede deparar muchas sorpresas, tanto para choferes, como para usuarios.

"Si tuviera más dinero, me iría en taxi", exclama una señora de cuerpo rechonchito que viste una mini falda muy apretada, mientras intenta subir a un ómnibus de la línea "El Rápido" que tiene varios pasajeros viajando en el estribo. "Pero como está la situación", continúa, "tengo que correr el riesgo de caerme o que me roben la cartera".

Al grito del cobrador "pisa, pisa", el ómnibus avanza. A pesar de su tamaño y la cantidad de pasajeros que lleva, lo hace a una velocidad rápida, adelantando a otras unidades de transporte más pequeñas. El cobrador, con su camisita celeste y su casaca azul y rojo, sube el volumen del radio, para no oír las quejas de los pasajeros que no quieren que sigan subiendo más personas al vehículo. "Está lleno", exclaman, "a dónde ya los vas a subir".

"Apéguense, por favor, al centro hay sitio... por favor señorita colabore, apéguese por favor". El cobrador, utilizando pésimamente el castellano, pide a los pasajeros que avancen ante los reclamos de estos por lo apretados que viajan. "Pero qué se puede hacer", dice un señor que va sentado leyendo el diario El Bocón, sin importarle los empujones que recibe por parte de una señorita de espigada figura que va a su lado de pie. "Quien quiere viajar, tiene que viajar como pueda".

El recorrido es largo. Desde Carabayllo hasta Villa María del Triunfo. El chofer está listo para él. Viene realizando la ruta desde hace algunos años, además su brevete A3 lo confirma. Es un experto en su trabajo. Tan experto que esquiva ticos, combis, mototaxis y todo vehículo que se le atraviese en el camino. Misma pericia que lo llevaría a librar de una muerte segura a más de una veintena de pasajeros y a algunos transeúntes.

Después de haber "llenado" el ómnibus con más de un centenar de personas, el cobrador pide al chofer ir "de frente". El chofer pone en el máximo el volumen del radio, que está en la emisora Inca Sat. Ya ha recorrido casi la mitad de la Av. Universitaria, y acaba de salir del distrito de Comas. Entra a Los Olivos y cruza a toda velocidad la Panamericana Norte.

Un señor de bigotes y saco y corbata pide a una señora que viaja sentada abrir la ventana. "Me voy a despeinar", dice la señora frunciendo el ceño. A lo que varios pasajeros responden con cierto sarcasmo "entonces córtese el pelo, que nosotros queremos respirar". La señora finalmente, abre la ventana, y era mejor, pues los vidrios comenzaban a empañarse.

El ómnibus cruza el último semáforo antes del incidente cuando éste se encontraba en ámbar. La velocidad a la que iba era impresionante para un vehículo de su peso y tamaño. Muchas personas al verlo pasar aún levantaban el brazo, intentando parar a "El Rápido", pero nada lo detenía, literalmente hablando.

Un grito y un chirrido en las llantas alertó a todos los pasajeros. Un niño comenzó a llorar y de allí todo sucedió tan rápido que resultó confuso para muchos. Sin embargo, para algunos, este pasó en cámara lenta y delante de sus ojos la historia de su vida se contó en sólo 5 segundos.

La velocidad era excesiva para ese vehículo, pero tanto así, que en el cruce de las avenidas Universitaria y Naranjal, el chofer no pudo frenar. Pisó con todas sus fuerzas, pero no resultó. Entonces dijo al cobrador "grita a la gente que se quite del camino". El cobrador, entre susto y valentía, sacó la cabeza por la ventana y comenzó a gritar "¡retírense!".

Dentro de "El Rápido", los pasajeros gritaban y se empujaban al balanceo del vehículo, cuyo chofer intentaba desesperadamente detener. Entonces, la solución se presentó frente a los ojos del experto al volante. Antes de llegar al cruce, había una pequeña entrada hacia un grifo, con esa maniobra seguro que el carro se detenía, pensó. Y realmente, fue así. Hizo un giro brusco hacia la derecha. Entró a la vía auxiliar. El ómnibus se detuvo.

Dentro del vehículo, se sentía un aire de confusión y a la vez alivio. Las imágenes de la vida de cada uno de los pasajeros dejó de ser en blanco y negro, y volvió a la colorida realidad limeña. Uno a uno fueron bajando de "El Rápido" muy callados. Algunos agradecían porque no había pasado de ser un susto y algunos otros refunfuñaban por la imprudente velocidad. Pero todos pensaban en una sola cosa ahora: debían llegar a sus centros de labores, pues se les hacía tarde.

El chofer, con sudor en la frente, respiraba más tranquilo. Había salvado la vida de muchas personas. Se sacó la casaca azul y roja y se bajó del vehículo para ver que había pasado para que no funcionaran los frenos. Una delgada línea de un líquido era la silenciosa senda del que iba a ser un accidente con temibles repercusiones: el líquido de frenos se había vaciado desde el último semáforo que había cruzado temerariamente.

La calle nuevamente regresó a su rutina. Los pasajeros del ómnibus se fueron poco a poco. En las combis y demás vehículos se escuchaban a todo volumen pintorescas canciones. El datero de la esquina seguía gritando a los cobradores para que estos le dieran unos centavitos. Y allí, solitario, en frente del grifo de la intersección de las avenidas Universitaria y Naranjal, seguía "El Rápido", que tal vez, si la fortuna no hubiera estado de parte de su chofer, hubiera aparecido en las primeras planas de los diarios como otra víctima de la imprudente Lima.

¡CUIDADO! ESTUDIAR PUEDE SER DAÑINO PARA LA SALUD


El día que Koki salió corriendo calato por todo el barrio no fue precisamente Año Nuevo y no llevaba maleta alguna, simplemente lo hizo y todo el mundo se alertó. Su madre, pobre anciana, salió corriendo tras él con una manta para cubrir a su dulce hijito y algunas vecinas se atrevieron a llamarlo impúdico sin saber la verdadera razón de aquel "loco" suceso.

Todos siempre lo veían pasar bien uniformado y con la camisa limpiecita y almidonada. A todo el que veía lo saludaba con un buenos días o tardes o noches muy efusivo. Era el más educadito del barrio, aparte de católico y perteneciente al coro de la Parroquia de San Felipe y de chancón. Sí, era un chancón, de esos que no hacen otra cosa que estudiar. Nunca salía de su casa sino era para ir al colegio o hacer un trabajo y su mamá contaba a la señora Betty (siempre había sido en su bodega, donde todos se enteraban de los últimos chismecitos) que le había hecho la ley del hielo a la tele y que sus canicas y trompos los había cambiado por Shakespeare y libros de matemática.

No era un chico normal, y después del incidente fue que se dieron cuenta los vecinos, su obsesión por el estudio lo hacía diferente. Había dejado de lado su bici nueva que sus papás le regalaron después del último diploma de primer lugar en el colegio "Jean Piaget", por estudiar las leyes de Newton y Mendel. Y por estudiar no jugaba, y por estudiar se perdía su infancia, por estudiar hasta perdió la razón.

Sus padres nunca sospecharon nada, pero su hermano mayor sí. Se había dado cuenta que dormía poco y que tomaba mucho café y que en los últimos días antes de aquella noche no se peinaba ni tenía su camisita blanca y almidonada, sólo trataba de llenar su cabeza de cuanto conocimiento nuevo descubría en los libros, aunque por lo general encontraba lo mismo que ya sabía o había leído la semana pasada, y su tarea, realizaba hasta lo que ya no era su tarea; sus largos resúmenes de Historia o Geografía los aprendía de memoria, todos los teoremas de Matemática los entendía muy bien, todas las leyes habidas y por haber de Biología y Química, y por supuesto, todas sus canciones y oraciones del coro de la parroquia. Hasta que su pobre cerebro estalló, no resistió más. Necesitaba un buen descanso, que él nunca se lo había dado.

El ruido comenzó. Las paredes sonaban como si alguien las golpeara con ladrillos o sillas. Gritos desesperados y de pronto, portazos. Todas las luces del barrio se prendieron. La primera en salir fue la señora Betty, no podía perderse un nuevo chisme. La reja de la casa blanca se abrió. Un menudo jovencito de 16 años estaba corriendo desnudo seguido por su madre, su padre, su hermano mayor y sus hermanitas llorando en la puerta. Tenía los ojos desorbitados y gritaba como loco. Una de las vecinas estuvo a punto de llamar a la Policía por escándalo público. ¡Qué bruta!, le gritaron los vecinos, que impidieron que cometa una tontería (se habían olvidado que nadie en el pasaje tenía teléfono y que la vieja estaba en bata y con una masa verde que llamaba mascarilla en la cara). Pero el centro de atención era Koki que seguía corriendo completamente fuera de este mundo.

Tuvieron que pasar varios días para que la señora Betty se enterara de algo nuevo sobre Koki. No lo encerraron en el manicomio, pero sí le recetaron no estudiar. Cualquiera se sentiría feliz si le recetaran algo así, pero Koki no. Estaba trastornado, loco, fuera de sí. Parecía que sus neuronas se habían ido de vacaciones, se iban a tomar un buen descanso. La dieta del doctor fue muy estricta: mucha tele, paseos en bici, un partidito de fútbol cada fin de semana y otras tantas cosas más para que no piense sólo en libros. Hasta le recetaron tener una chica que lo distraiga, que ahora es nada más y nada menos que su esposa y que la tuvo que conocer por obligación del doctor.

El chico se curó, sí se curó, pero ya no fue nada como antes. Seguía siendo el chico de la parroquia, pero ya no el educadito del barrio. Estudió una carrera y se casó y se fue, y pocos se acordaron de Koki, el loco que salió corriendo calato una noche de octubre de hace un montón de años ni de la vieja marciana que quería llamar a la Policía por telepatía.